domingo, 7 de febrero de 2010

CUENTOS

CUENTOS ESCRITOS POR INES MUÑOZ AGUIRRE:

Círculo sin fin
La nada en tres tiempos
Democracia en rosa
La ventana
El séquito
Ahí está lo mío
Rapsodia de una valija
Un fotograma
Una oración para Gerónimo
Una sombra


PARA LEER:

CIRCULO SIN FIN

Una sombra. Otra. La noche oscura se empeñaba en colarse de esquina en esquina. Cayendo como de un solo golpe. Sin luna. Más sombras. Con ese enredo en el alma que se vuelve nudo. De rabia. El roce de las suelas en el cemento de la acera a punto de hacer saltar chispas y los dedos rebuscando en los bolsillos vacíos. Así, sin pausa, la mirada de Agustín se deslizaba entre esas claridades que a veces se traspapelan con la llegada de la noche. Claridades que saltan de los últimos rayos del sol aferrados al horizonte. Tratando de no pestañear, por si acaso, no perdía detalle del farolero quien corría de extremo en extremo dando vida a los faroles, evitando la humareda que de vez en cuando se escapaba.
Aquella rabia iba haciendo de las suyas. Apretándose a veces, como que si estuviera buscando cabida en cada hueso de su cuerpo. Taladrando las entrañas y de vez en cuando, volviéndose volcán a punto de erupción. Fácil el orgullo herido encuentra desahogo por los ojos, por la boca, los oídos. ¡Cómo un rayo! Así se sentía. Hormiguero revuelto, pensaba.
Es que siempre le enseñaron que no se acepta ni un rasguño en el honor de un hombre y esa noche sentía el honor herido, aun no sabía por qué. Era puro sentimiento. Quizá, de tanta indiferencia. No hubo discusión sobre política. No hubo apuesta de billar. Tampoco hubo tragos compartidos. Todos parecían cansados, distantes, como integrantes de otra vida.
Entonces, aquellas cuadras del botiquín a la casa se habían hecho eternas. Al llegar a la esquina de la plaza se le fue la mirada hacia el campo santo. Allí donde residía el pasado, era el único sitio en que se le agujereaba el alma, aunque nadie lo sabría jamás. Se perdió entre tanto recuerdo, sin darse cuenta. Saltó entre las ramas de los árboles, los mangos maduros de la infancia, aquel olor a mastranto y yerbabuena en la cocina. El ordeño de las vacas. ¿Cómo podía deshacerse todo de repente?
Pasó una hora, dos. Lentas. El pueblo entero parecía moribundo ante tanto silencio.
Ni un forastero por las calles, ni los sayones furtivos en busca del amor escondido. Nada, no pasaba nada. Así se dio cuenta que había recuperado la calma. Se talló la cara con los dedos una y otra vez, hasta descubrir una gota de sudor delineándole el gesto. La agarró interrumpiéndole el camino, el abuso de confianza. En ese preciso instante los serenateros casi se lo llevan por el medio. Pasaron sin ni siquiera mirarlo. No discutió, no dijo nada. Al contrario, trató de adivinar hacia donde llevarían la parranda. ¿Y si se pegaba en ello? Aquellas risas y el olor a tabaco lo entusiasmaron, pero sus pies no le respondieron. Parecía como clavado a una estaca invisible. Las voces se perdieron en la cuadra siguiente, ya solo eran murmullos de bandoleros, que a pesar de los rumores y de tanto cuento de misterio, amanecían calle arriba y calle abajo.
Pensándolo bien lo mejor era terminar el camino hacia la casa. Se dio vuelta. En dirección contraria al viento, como quien lo desafía todo. Contando los pasos para no caer en tentaciones. Finalmente empujó el portón, solo protegido por una piedra que colocaba Carmelita antes de irse por el traspatio. Colocó la tranca. La oscuridad le invadió la vida. Ya estaba acostumbrado. Hacía mucho que el miedo se le había escapado por aquella alcantarilla de donde salían miles de voces, cada noche. Se acercó al pretil donde estaba la vela en su palmatoria, la encendió y se fue directo hasta el chinchorro que parecía estarlo esperando toda la tarde. Ansioso de compañía.
Apenas se recostó sintió como aquella mano invisible, compañera de todas las noches agarraba las cabuyeras y comenzaba su ritual del mecido. Agustín se dejaba. Se entregaba sin rebeldía alguna. Era como estar recibiendo los favores del cielo. Ante el placer no hay nada que se oponga y aquel movimiento continuo era una sensación que lo conducía felizmente hacia el sueño. Ya con los ojos entrecerrados recordó su llegada al pueblo. Comenzaba la lucha.
- Poray viene el nieto de Don Casimiro - decían unos.
- Poray viene. Poray viene – repetían otros.
Después de mucho luchar con su familia, palabras van, palabras quedan, forcejeo de ideas y contradicciones entre unos y otros; nadie entendía aquella decisión de irse a vivir al pueblo. En su mente lo único que había era aquellos espacios de la llanura, sin horizontes. Finalmente con los sueños en las manos, consiguió no solo que respetaran sus deseos, sino que le permitieran encargarse del potrero.
Un domingo en la mañana, sin misa y sin excusas, se despidió envuelto en una sonrisa. La camioneta en que llegó al pueblo, se detuvo frente a la iglesia, para ser más precisos. El chofer se negó a llevarlo hasta su casa, bueno, la casa de los abuelos. No comprendía tanta mala educación. Cuando puso sus pies sobre la acera un murmullo gigantesco recorrió aquel pueblo de norte a sur y de este a oeste. Los niños lo miraban aterrados. Las mujeres se secreteaban las unas a las otras y los hombres se pasaban una botella de ron de mano en mano.
Uno de ellos, ojos de águila, cara de águila, movimientos de águila, se acercó sigilosamente con un manojo de llaves en la mano.
- Aquí tiene señorito. Estas son las llaves de su casa y llévese con usted esta rama de palma bendita que le manda mi mujé. Por sí acaso, pues.
La verdad es que a Agustín no le gustaba hablar mucho. Dobló la rama cerrando el puño y se la metió en el bolsillo. Recogió sus bártulos y emprendió el camino sin volver la vista atrás. Después de un rato se dio cuenta que por donde pasaba se producía un golpe seco que se repetía una y otra vez, como un eco. Fijó su atención en todo lo que ocurría a su alrededor hasta descubrir que se iban cerrando las ventanas a su paso. Decidió no hacer caso de lo que sucedía. Cuando llegó a la casa se entretuvo un buen rato quitando candados y cadenas. Polvo en las manos. Ataduras del pasado. Tanto misterio incomprendido.
Una vez adentro no supo que hacer en ese enorme caserón vacío. Demasiado espacio.
Demasiado silencio. Sacó el chinchorro y lo colgó en pleno corredor. Con eso sería suficiente. La ropa la dejó en la maleta, por sí acaso. Siempre es mejor prevenir. Siempre es mejor tener la huida a mano. En ese preciso momento, en que las dudas habían comenzado a rondarlo, entró Carmelita.
- ¿Cómo está niño?
Voz destemplada. Temblor en las piernas y en el vientre. Insistencia, con la bondad de una fidelidad infinita que obliga.
- ¿Quién le dijo que llegara a esta casa y no a la de sus padres?
- Nadie me lo dijo Carmelita, yo lo dispuse así porque está más cerca de la plaza.
- Pues no se lo aconsejo, esta casa está encantá. Ya nadie se atreve ni a pasar frente al portón.
Los ojos de Agustín hicieron relámpagos.
- No se puede creer en todo lo que dicen Carmelita. Los muertos no salen, porque cuando uno se muere, muerto está.
Las cruces se dibujaron sobre la frente de Carmelita, sobre el pecho, sobre la boca y el silencio le amarró los gestos. El resto de la tarde Agustín desde el chinchorro, escuchó solo ruido de enseres de cocina. Olor de café por todas las esquinas. Aún así, no eran todavía las seis cuando Carmelita salió como alma que lleva el diablo. Agustín sonrió al verla pasar como una exhalación y pensó en la buena decisión que había tomado, quería su espacio, su tiempo, su ritmo. El sopor del sueño fue haciendo de las suyas. Calma. Silencio total. Casi abandono.
De un solo golpe cayó al piso. En aquella oscuridad intentaba ver quien le había sacudido el chinchorro con tanta violencia. No había nadie. No distinguía a nadie. Comenzó a incorporarse enredado por completo con las cabuyeras y el mecate. Algo le apretaba la garganta con la fuerza de un gigante, cuando comenzó a escuchar el ruido de cadenas. Una luz salía buscando el cielo desde la alcantarilla que estaba en el centro del patio. Llantos, risas, quejas, palabrotas, todo a un mismo tiempo. Algarabía que taladraba el alma hasta volverse escalofrío. Ese otro mundo venía de allí, del fondo de la tierra. Luchó sin apartar sus ojos del lugar, mientras intentaba resistir a las garras que insistían en cortarle la respiración. Algo lo empujó hasta el otro extremo del patio. Aquella lucha sin cuartel se prolongó noche tras noche. Sin respuestas concretas. Sin tregua. Sin fin.
Agustín no podía admitir que algo desconocido le ganaba la batalla. Allí había trampa. Demasiado sonido para ser del más allá. Eso es lo que se repetía una y otra vez, tratando de resistir. Revisó en compañía de Carmelita rincón por rincón, rendija por rendija, aldaba por aldaba, alcantarilla por alcantarilla. No quedó recoveco sin ser inspeccionado. ¡No había truco! No había nada. Agustín amanecía completamente trasnochado. Moretones en el cuerpo, callosidades en las manos. La pelea cuerpo a cuerpo con la nada se había vuelto una rutina, que finalmente lo tendía durante todo el día, sin energías, ya sin ganas de nada.
Demasiado entregado a su nueva vida, el brillo del sol se le había escapado. No sabía cuando, ni hacia donde. Con el atardecer, retomaba el camino. Círculo vicioso, entre el botiquín y la casa. Enredado en el alcohol. Finalmente contó a todos su historia. Hubo miradas de complicidad, oraciones, gestos que simplemente parecían respaldar lo que desde hacía tanto tiempo se comentaba en todo el pueblo. Un gran silencio lo inundaba todo. Los compañeros de siempre, huían despavoridos. No hubo razones, ni explicaciones. No hubo un gesto solidario.
Desde ese día la historia fue siempre la misma. Nadie se acercaba. Mucho menos se atrevían a sentarse en el taburete de la esquina, donde Agustín se sentaba siempre. Cuando
se dirigía a su puesto, se encontraba con que ya el vaso de ron puro, estaba colocado allí. Una y otra vez. No hubo discusión sobre política. No hubo más apuesta de billar. Tampoco
tragos compartidos.
Noche tras noche la vida parecía un círculo sin fin. Aquella algarabía. Aquella lucha que no disminuía. Los golpes. Aquella luz de la alcantarilla y la mano invisible que continuaba bamboleándole el chinchorro. Aquella noche en que los serenateros lo habían visto al pasar, pero se habían hecho los locos, como se hacía todo el pueblo, fue igual que siempre. Claro, la vecina del frente lo había visto empujar el portón, pero con el pasar de los días no se supo más de él. Se fueron acumulando los vasos de ron en aquella esquina, sin que nadie se los bebiera. Comenzó la procesión. Día y noche una manifestación de velas encendidas se apostaba a lo largo de la cuadra. Eso sí, nadie se atrevía entrar en aquella casa, toda historia, todo sentimiento. Ni siquiera Carmelita quien no abandonaba el rosario, ni aquel gesto continúo de la señal de la cruz.
Finalmente decidieron avisar a la familia. Un grupo se preparó a esperar el autobús y sin muchos macundales se dirigieron a la ciudad. Mientras duró la espera para el regreso de los comisionados, aquel pueblo se volvió revolución. La sombra de Agustín parecía recorrerlo por los cuatro costados. Noticias iban y venían. Apareció por aquí, que se le vio por allá. Hasta desaparecieron algunas muchachas casaderas del pueblo. No se sabe si como ofrenda a lo desconocido o como simple, lógico y realista tributo al amor.
Lo cierto es que en el momento menos esperado, una caravana de carros hizo su entrada, desafiando la tempestad de aquella noche. Los hombres de la familia, pistolas y machetes en mano derribaron el portón. A la vista de todo el pueblo cobijados bajo paraguas y tapaderas de cartón, se pudo divisar lo inexplicable, aquella luz saliendo desde las entrañas de la tierra apuntando en dirección al chinchorro que se mecía sin parar. Lo cierto es que nunca más pudieron detenerlo. Se iban unos, venían otros. Pasaron los años y aquel chinchorro siguió allí meciendo la risa, meciendo el llanto, meciendo las horas. Quizá Agustín lo estaba contemplando desde cualquier rincón, pero, ¿de dónde?

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